En los bordes de los lagos andinos crece la totora, una planta humilde y esencial, que respira al ritmo del agua y guarda en sus fibras la memoria de quienes la habitan. No es solo vegetal: es barca, casa, alimento para animales, raíz cultural que enlaza generaciones. Allí donde hay totora, hay agua; y donde el agua se retira, queda la fibra como testigo del vacío.
El lago Poopó, históricamente el segundo más grande de Bolivia, fue y es territorio de los Uru Murato, conocidos como la “gente del agua”, considerados entre los primeros habitantes del altiplano andino. En diciembre de 2015, la Autoridad Boliviana del Agua y el Gobierno Departamental de Oruro lo declararon oficialmente seco y extinto, confirmado por reportes de organizaciones ambientales locales¹. Desde entonces, el Poopó reaparece de forma intermitente durante las lluvias². Sin embargo, en años más cálidos, con sequías prolongadas, desvíos de agua y sedimentos producto de la minería, cualquier espejo que alcanza a formarse en su cuenca poco profunda se desvanece con rapidez³. Lo que parece un renacer suele quedar en un destello breve sobre un fondo cada vez más salino².
Han pasado diez años desde que los pobladores de Llapallapani iniciaron un desplazamiento interno y un recambio de oficios. La comunidad, que ayer fue cuna de pescadores, hoy se refugia en la artesanía a base de totora, este acompañante eterno que sigue la memoria de un lugar donde antes hubo agua⁴.
La cuenca es una sola: lo que fluye del Titicaca al Desaguadero y de allí al Poopó encadena destinos. En esta gran cuenca cerrada, donde el agua circula entre lagos y ríos pero nunca llega al mar, el cambio climático acelera los extremos: lluvias cada vez más breves, sequías más largas, evaporaciones súbitas que borran paisajes enteros. La totora, entre tanto, permanece como un hilo que cose memorias dispersas, recordándonos que la vida del agua es también la vida de quienes la rodean.
¿Cuántas veces puede parpadear un territorio antes de que el tiempo lo vuelva olvido?